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Un día de sabores entre Versalles y París

Actualizado: 15 oct

Fabiola Sofía Masegosa

La noche anterior habíamos contemplado el Arco del Triunfo iluminado, solemne y poderoso al final de los Campos Elíseos. París, de noche, es una ciudad que se impone: cada luz parece un recuerdo y cada sombra, una promesa. Aquella imagen —el monumento majestuoso y el tráfico girando a su alrededor como una danza hipnótica— se nos quedó grabada.

A la mañana siguiente, todo estaba preparado. Habíamos comprado con antelación las entradas combinadas para el Palacio y los jardines de Versalles, como solemos hacer: con previsión y calma. Me gusta tenerlo todo organizado antes de salir, porque así puedo dedicarme por completo a disfrutar de lo que veo. Saber que todo está bajo control me permite mirar, escuchar y vivir el momento sin distracciones.

Versalles
Versalles

Salimos de París en nuestro coche, dejando atrás el tráfico matinal. Mientras avanzábamos, sentía esa emoción anticipada que acompaña los días importantes. Y Versalles lo es. El Palacio, con sus salones inmensos, los espejos que multiplican la luz y los techos que parecen cielo, conserva todavía el eco de su propia historia. Todo está pensado para impresionar: la proporción, la luz, el dorado que brilla sin exceso.

Pero lo que siempre me emociona más son los jardines. Hay algo casi musical en su simetría. Al caminar por ellos, uno tiene la sensación de que el espacio respira al mismo ritmo que el visitante. Las fuentes, los estanques, las avenidas de tilos: todo parece decir que la belleza no es una casualidad, sino una forma de disciplina.

Jardines de Versalles

Cuando terminamos la visita eran casi las cuatro de la tarde. Salimos del recinto y paseamos por las calles llenas de restaurantes que rodean el palacio, mirando los menús con esa calma de quien sabe que ha vivido una mañana intensa. Tras dudar un poco, decidimos entrar en un restaurante chino que nos inspiró confianza. Hacía buen tiempo y nos sentamos en la terraza, bajo una sombra suave que invitaba a quedarse un rato.

Jardines de Versalles

Compartimos rollitos de primavera, wontoon frito y unos fideos de arroz con ternera sabrosos y equilibrados. De postre, unos mochis fríos y suaves que cerraban la comida con un toque de dulzura delicada. Aquel almuerzo, elegido sin prisa, fue el descanso perfecto después de tanta belleza y tanta historia.

Por la tarde, volvimos a París. La ciudad nos recibió con su luz de atardecer, ese dorado que lo transforma todo. Cerca del Hotel Tour Eiffel Cambronne, encontramos un restaurante italiano pequeño y acogedor.

Comida en un restaurante chino de Versalles

La ensalada caprese, con tomate y mozzarella fresca, abrió una cena agradable y distendida. Yo pedí una pasta putanesca, con el punto picante que tanto me gusta, intensa y viva; mi marido, una boloñesa clásica y reconfortante. Y para terminar, una panacota con frutos rojos, suave y perfumada, como una amable despedida del día.

Hablamos mucho, repasando la jornada y recordando los detalles que más nos habían impresionado. Cuando salimos, París parecía más tranquila, como si la ciudad hubiera bajado el tono tras el bullicio del día. Caminando hacia el hotel, pensé que el secreto del viaje está en ese equilibrio: planificar para no perder nada, pero dejar espacio para que el mundo aún pueda sorprenderte. Entre la grandeza de Versalles y la sencillez de un restaurante elegido tras un paseo, aquel día tuvo su propio orden: el de las cosas bien vividas.

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