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París: entre la belleza y la memoria

Al salir del Louvre, todavía con la mirada cargada de arte, nos dirigimos a los Jardines del Palacio Real. Diseñados en el siglo XVII por mandato del cardenal Richelieu, son un ejemplo magnífico del urbanismo clásico francés. La geometría de los parterres, las hileras de tilos y castaños perfectamente alineados y la fuente central construyen un conjunto armonioso que parece haber detenido el tiempo. Estos jardines han sido escenario de la vida aristocrática, de cafés literarios y de encuentros políticos y culturales a lo largo de los siglos. Pasear por ellos es sentir cómo el peso de la historia convive con la elegancia tranquila de un lugar concebido para la contemplación y el diálogo entre arquitectura y naturaleza. Hasta el globo aerostático que vimos flotar gracias al calor parecía un guiño lúdico en medio de la solemnidad del espacio.

Globo aerostático
Globo aerostático

A la salida, una feria con una gran noria nos sorprendió y nos regaló otra forma de ver la ciudad. Subimos y desde lo alto París se desplegó con una claridad nueva: las avenidas parecían más ordenadas, los edificios más armónicos y el cielo más cercano. Cada vuelta nos ofrecía una perspectiva diferente, como si la ciudad se dejara descubrir poco a poco.

Después surgió una actividad inesperada. Pasear en un bote por un lago que había al lado de los Jardines del Palacio Real fue maravilloso. Mi marido remaba y yo disfrutaba del sonido de los remos entrando en el agua y del reflejo de la luz en mi cara. Una verdadera paz nos envolvía en pleno corazón de París. Ese breve paseo ha quedado grabado en mi memoria como uno de los instantes más hermosos del viaje.

Obelisco de Luxor, plaza de la Concordia
Obelisco de Luxor, plaza de la Concordia

El recorrido nos llevó después a la plaza Vendôme, uno de los espacios más elegantes y simbólicos de la ciudad. Su trazado octogonal, ideado por Jules Hardouin-Mansart a finales del siglo XVII, refleja la perfección geométrica del clasicismo francés. En el centro se alza la impresionante columna Vendôme, levantada por Napoleón en 1810 para conmemorar la victoria de Austerlitz e inspirada en la columna Trajana de Roma. Fundida con el bronce de los cañones capturados al enemigo, está decorada con relieves en espiral que narran las campañas napoleónicas y coronada por la estatua del emperador. A su alrededor, palacios convertidos en hoteles de lujo y joyerías de renombre internacional confirman el prestigio del lugar, que desde hace siglos es sinónimo de poder y refinamiento.

Ya entrada la noche, los Campos Elíseos nos guiaron hacia la plaza de la Concordia, la más grande de París y, sin duda, una de las más cargadas de historia. Durante la Revolución Francesa se instaló allí la guillotina, y en ese lugar fueron ejecutadas más de 1.000 personas, entre ellas Luis XVI y María Antonieta. Hoy, en contraste con ese pasado sangriento, el centro de la plaza está presidido por el obelisco de Luxor, un monumento egipcio de más de 3.000 años de antigüedad, regalo del virrey de Egipto a Francia en el siglo XIX. Sus jeroglíficos cuentan la historia del faraón Ramsés II y, al verlo erguido en medio del tráfico parisino, uno comprende hasta qué punto la ciudad mezcla la memoria de lo trágico con la celebración de lo universal.

Arco del triunfo
Arco del triunfo

El Arco del Triunfo cerró nuestra jornada. Subirlo fue más que un esfuerzo físico: cada escalón parecía cargado de historia, hasta llegar a la vista majestuosa de la ciudad iluminada. Sin embargo, lo más conmovedor se encuentra abajo, junto a la llama eterna de la Tumba del Soldado Desconocido. Esa llama humilde recuerda que bajo la grandeza de los monumentos descansan vidas anónimas, sacrificios silenciosos que sostienen la memoria colectiva.

Tumba del soldado desconocido
Tumba del soldado desconocido

París no se limita a deslumbrar; también obliga a pensar. Nos invita a disfrutar, a sorprendernos con pequeñas cosas que otorgan inmensas emociones internas como una noria o un paseo en barca por un lago, pero al mismo tiempo nos recuerda las revoluciones, las guerras y los sacrificios que han forjado en el pasado su historia actual. Esa convivencia entre placer y reflexión es, a mi juicio, lo que convierte a la capital francesa en un lugar único.

Tumba al soldado desconocido

En conclusión, París es un espejo de lo humano: bella y contradictoria, ligera y grave a la vez. Caminar por sus calles no es solo recorrer un destino de vacaciones, sino enfrentarse a una lección viva de historia, de arte y de sensibilidad. Y una de las cosas que me llevo de este viaje es la certeza de que la memoria y la belleza no se excluyen, sino que, unidas, nos enseñan a mirar el mundo con más hondura.

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