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París, noche de luces y día de arte


Fabiola Sofía Masegosa

La noche antes de entrar en el Louvre subí a la Torre Montparnasse. París, desplegado a mis pies como un mar de luces, se abría inmenso y cercano. Aproveché para tomarme unas fotos, como hacen todos los visitantes, pero también me dejé atrapar por el pequeño documental sobre la historia de la ciudad que se proyectaba en el interior. En media hora, la pantalla condensaba siglos de revoluciones, guerras y esplendores artísticos. Aquel resumen me hizo pensar que París podía comprenderse de un solo vistazo. Al día siguiente, en el Louvre, descubrí que el arte exige mucho más: tiempo, atención y, sobre todo, emoción.

Torre Montparnasse
Torre Montparnasse

El primer destino dentro del museo fue, inevitablemente, la Mona Lisa. Había soñado muchas veces con ese momento y lo había anunciado con entusiasmo antes del viaje: "por fin veré la Gioconda". Con la misma emoción con la que años atrás había contemplado La Última Cena o el Hombre de Vitruvio de Leonardo, originales irrepetibles, me disponía a encontrarme frente a frente con el retrato más famoso del mundo. Cuando finalmente estuve frente al cuadro, la multitud y los flashes desaparecieron de mi percepción: sólo quedaba su mirada, misteriosa y viva. Ese instante fue un regalo largamente esperado y la confirmación de mi profunda admiración por Leonardo da Vinci, uno de los grandes genios de la humanidad.

La pirámide de cristal del Louvre
La pirámide de cristal del Louvre

El recorrido me llevó después a las salas de Jacques-Louis David. La coronación de Napoleón y El juramento de los Horacios impresionan por su monumentalidad y por cómo traducen la grandeza política en imágenes casi teatrales. Pero el cuadro que me emocionó de verdad fue La muerte de Marat. No era un descubrimiento casual: conocía y había estudiado esta obra antes de viajar a París. Sabía que David había transformado un asesinato político en icono de martirio revolucionario, y conocía cada detalle —el cuchillo en el suelo, la carta en la mano, el contraste entre la oscuridad del fondo y la luz del cuerpo inerte. Pero nada me preparó para la fuerza del cuadro en directo. En su aparente simplicidad existe una tensión trágica que supera toda explicación teórica. Allí, ante mí, Marat no era sólo historia: era presencia, era silencio, era humanidad.

La Victoria de Samotracia
La Victoria de Samotracia

Las obras de David dialogaban con otros que también me golpearon: La libertad guiando al pueblo de Delacroix, con su fuerza revolucionaria que todavía hoy parece gritar; La balsa de la Medusa de Géricault, donde el dolor y la desesperación del naufragio se imponen con una intensidad que incomoda; y, en medio de tanta conmoción, el silencio suave de La encajera de Vermeer. Siempre me ha fascinado Vermeer. Ante aquella joven absorta en su trabajo recordé otro de sus cuadros que admiro, La chica de la perla. Ambas pinturas comparten esta capacidad de convertir la intimidad en misterio, y de hacer que un rostro o gesto cotidiano adquiera la dimensión de un enigma eterno.

La Gioconda de Leonardo da Vinci
La Gioconda de Leonardo da Vinci

Cuando pasé en las salas de escultura, la impresión fue distinta pero igual de intensa. La Victoria de Samotracia, colocada en la escalera Daru, es más que mármol: es movimiento puro. Pese a faltarle la cabeza y los brazos, avanza como si todavía hoy quisiera despegar, y te deja la sensación de que estás delante de un milagro de la forma. La Venus de Milo impone por su serenidad clásica, por aquella belleza intacta que resiste el paso de los siglos. Y los esclavos de Miguel Ángel, el moribundo y el rebelde, son un espectáculo único: cuerpos que luchan por escapar de la piedra, obras inacabadas que parecen más vivas que muchas esculturas perfectamente pulidas.

La muerte de Marat de Jacques-Louis David
La muerte de Marat de Jacques-Louis David

Entre las antigüedades, el Código de Hammurabi me impresionó por la solemnidad de su texto grabado: es la prueba de que el arte también puede ser ley y poder. El León de Monzón, con su fuerza primitiva, me hizo sentir la potencia de las civilizaciones que querían imponerse incluso en la piedra. Y el recorrido culminó en el Pati Marly, donde los Caballos de Marly me esperaban como un clímax final: figuras que parecen romper las reglas del mármol para convertirse en animales vivos, atrapados en un movimiento eterno.

La libertad guiando al pueblo de Delacroix
La libertad guiando al pueblo de Delacroix

Sin embargo, salí con una espina: la sala de pintura española estaba cerrada. Había soñado con contemplar El patizambo de José de Ribera, con su realismo crudo y su dimensión social, pero también obras de Goya, Greco, Zurbarán o Velázquez. No era un detalle secundario, sino una parte esencial de mi recorrido que me perdí. Esa ausencia me dejó con el deseo de volver algún día.

Salí del museo contenta y me adentré por los jardines de París, alargando aún un poco más el encanto de ese día dedicado al arte ya la belleza.

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